Entierro mis pies. La arena es cómoda
y blanda. Resulta agradable introducir los pies en ella, pero en pocos segundos
te das cuenta de que el sol no es piadoso y tus pies empiezan a parecer dos
pechugas a fuego lento encima de una parrilla; ahí es cuando con tus chanclas
en una mano y la sombrilla en la otra, comienza el sprint hacia la zona húmeda.
Sean bienvenidos a la playa.
Miro a los lados, un gran depósito de sedimentos que
varía entre arena y fango se extiende a lo ancho. Al fondo, una gran masa de agua
intenta apoderarse de la playa. La marea, que con ayuda del viento empujando
sus olas, no perdona ni una sola franja de arena seca sin ser rociada de su
furia y afán por conquistar la orilla.
En pleno frente de batalla, un par de hermanos de
escasa edad construyen una fortaleza compuesta de murallas y castillos ayudados
de sus moldes y palas, desafiando a las mismísimas fuerzas de la naturaleza que
lamentablemente les doblaban en tamaño.
Por otro lado, con sus toallas y gafas de sol, se
sientan estratégicamente un grupo de jóvenes para observar descaradamente a una
mujer en toples, y a unas chicas jóvenes con bikinis ajustados jugando a vóley.
Siempre desde el ángulo idóneo y preciso, donde nadie pueda percibir como
fantasean eróticamente con todas ellas dada la escasa madurez mental.
- ¡Medusaaa! - se escucha un grito aterrador. La gente
se aparta corriendo como si de un tiburón blanco se tratara; hasta que el
propio socorrista, sin miedo a la muerte, extrae del agua una bolsa
transparente bastante inofensiva, a decir verdad.
En la parte honda, una aglomeración de surfistas
rubios, dotados de espaldas kilométricas y brazos como molletes, inician,
raudos y veloces, una trepidante carrera por conseguir cazar una de las
colosales olas que se avecinaban por el horizonte.
Por último, algo más lejos de aquella masacre, donde
el agua se vuelve prácticamente espejo, se puede divisar un anciano flotando
plácidamente sin casi poder distinguir entre si aún sigue vivo o ha sucumbido
en el agua, debido a la misma postura de Cristo que lleva manteniendo cerca de
treinta minutos; ahí te cuestionas si lanzarte a salvarlo, si aún cabe la
posibilidad, o dejarle pacífico en lo que sea que hace.
Ya entonces, clavo la sombrilla, dejo caer la toalla;
y en esa fracción de segundo en el que el paño cae lentamente planeando sobre
el suelo, contemplo cómo un dulce excremento canino se imprime con picardía en
la tela.
Incrédulo, cierro los ojos tan fuerte como puedo y me
imagino solo, en una de esas playas desiertas, en una diferente.
Miguel Quiroga
Genial
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