jueves, 26 de noviembre de 2015

Relato Día en contra de la Violencia de Género

25 de noviembre.
Me levanto de la cama, hoy es el día. Mientras me abrocho los botones de mi vestido de color morado repaso mentalmente mi discurso. Hoy hace doce meses y veintiún días que salí de mi infierno personal...

Todo empezó un 2 de Julio de hace dos años, cuando le conocí. En el comienzo de nuestra relación, él siempre bromeaba sobre los celos que sentiría si me viera con otro chico... Nunca pensé que todas esas bromas encerraran su verdadera intención: controlar cada respiración de mis pulmones, cada paso que dieran mis pies, cada pensamiento que cruzara mi mente, cada palabra que saliera de mi boca...
La primera vez que salimos como pareja, él no me soltó la mano en todo el paseo que dimos por el gran parque que dominaba el centro de nuestra ciudad. Yo, ilusa, pensé que J estaba tan enamorado de mí que no podía separar su piel de la mía. Como todas las relaciones, la nuestra empezó estando llena de sonrisas, tiernos abrazos, palabras amables, cariñosas... Pero todo esto duró unos pocos días, después, la verdad de su naturaleza empezó a surgir.
El primer indicio que mi madre notó, según me ha contado, fue aquella noche calurosa de verano en la que J y yo íbamos al cine.
—Vamos, date prisa o llegaremos tarde —le dije a J, quien estaba jugando con mi hermano pequeño. Como no me hizo caso fui hacia él y le toqué el hombro—. J, la película va a empezar sin nosotros.
Mi madre estaba preparando la cena para ella y mi hermano y nos miraba desde la cocina. J se giró con lentitud y, con la misma pasividad me miró de la cabeza a los pies.
— ¿Piensas salir con ese vestido? —preguntó realmente extrañado. Yo llevaba mi vestido morado de manga francesa con botones en el pecho que realzaba mi figura y con el que me sentía cómoda conmigo misma. Yo, con una gran sonrisa, di un giro para lucir mi vestido y le pregunté si no le gustaba— Me parece que se te ven demasiado las piernas, ¿no crees?
—A mí no me lo parece —intervino mi madre distraídamente—, yo la veo fantástica. —Añadió al tiempo que miraba directamente a los ojos a J.
Él se levantó, me cogió de la mano y me llevó a mi habitación. Una vez allí, con furia, comenzó a desabrocharme los botones del vestido.
—J, no es el momento. ¿Qué haces? —le decía yo en voz baja creyendo que sus intenciones eran otras. Él, sin contestarme, me quitó el vestido, abrió el armario y, revolviéndolo todo, sacó unos vaqueros y una camiseta negra.
—Ponte eso. Es más apropiado. —Ordenó.
Después de una larga discusión, J se fue de mi casa con los nudillos blancos de tanto apretar los puños. Yo no tenía ni idea de lo que se me venía encima. A posteriori, me doy cuenta de que realmente ese fue el comienzo de mi historia con los malos tratos.

Meses después, J y yo fuimos a vivir juntos a un pequeño apartamento. Yo estaba muy enamorada de él, hacíamos todo juntos, yo creía que su sobreprotección era amor, ahora sé que debí haberlo parado antes. Apenas veía a mis amigas porque J y yo siempre teníamos planes. Poco a poco, perdí casi todo el contacto con ellas y, al estudiar diferentes carreras, tampoco las veía cuando iba a clases.
La vida con J en nuestro pequeño apartamento discurría entre pequeñas discusiones en las que yo, sin verlo realmente, siempre acababa cediendo. Bajo la influencia de J, a quien parecía no agradarle mi madre, dejé de ir a visitarla todas las semanas un par de días y pasé a verla una o dos veces al mes, cuando J tenía un turno de tarde en el trabajo. Mi vida giraba en torno a él y a sus deseos, sin ser yo consciente de ello.

Un día, mientras discutíamos sobre quién debía fregar los platos de la cena —una discusión tonta y sin importancia—, J comenzó a alzar la voz y a insultarme desmesuradamente, me tachaba de ser una mujer inútil, de no saber ser la mujer de una casa y hacer lo que, según él, me correspondía. Su actitud machista y sus gritos taladraban mis oídos. Sin darme cuenta empecé a llorar y a pedirle que parara, a decirle que me hacía daño. J pareció darse cuenta de que sufría y me abrazó. La pelea terminó ahí. Pero nuestra historia no.

Todo siguió así, entre peleas y reconciliaciones, aunque cada vez las riñas eran más fuertes, con más insultos y más violencia... Hasta que J ya no pudo aguantar más sus manos y descargó su furia en forma de bofetada contra mi mejilla derecha. Tras esto, J salió del apartamento, dejándome sentada en el suelo junto a la puerta de nuestro dormitorio sin poder creer lo que acababa de ocurrir. Volvió a la hora de la cena, actuando como si nada hubiera ocurrido, sonreía y bromeaba, incluso pareció no importarle que la cena no estuviera terminada.
Días después volvió a ocurrir, otra pelea que empezó siendo sobre un tema trivial desembocó en gritos, insultos, degradaciones y, por último, otra bofetada por parte de su mano izquierda, de nuevo en la mejilla derecha. Más tarde me daría cuenta de que un pequeño moratón comenzaba a formarse en mi pómulo.
A pesar de todo, J seguía enamorándome con sus gestos románticos y su sonrisa perfecta, pero a medida que nuestras peleas aumentaban, mi vacío interior lo hacía con ellas. Algunos días J simplemente me ignoraba, no respondía a mis preguntas ni reaccionaba ante mi llanto al ver que me rechazaba sin yo saber por qué. Otros días se levantaba de buen humor y hacíamos planes juntos, claro está que éstos siempre los planteaba él y las compañías eran elegidas por J (si bien casi nunca teníamos compañía de otras parejas o amigos).
Tras varios meses de riñas y bofetadas, J me propinó la primera paliza. Patadas y puños me dejaron sin aliento, mas yo seguía aferrándome a la idea de que él me amaba... Cuan equivocada estaba.
Dejé de ir a clases debido a los cardenales que adornaban mi cara y mi torso, me olvidaba de llamar a mi madre por teléfono, de contestar a los mensajes de mis amigas, a veces incluso deseaba olvidar cómo respirar. Cuando J no estaba en casa, me sentaba en nuestro sofá blanco y miraba por la ventana, deseando que él volviera y me abrazara, que consolara el vacío que sentía en el pecho. Yo le amaba como nunca antes había amado. Por esto me empeñaba en justificar sus actos una y otra vez en mi cabeza hasta que acababa convenciéndome a mí misma de que su violencia en mi contra se debía, por ejemplo, a que, tras llegar agotado del trabajo, yo siempre le daba motivos para que se enfadara y era todo culpa mía.
El tiempo continuaba su avance imparable y, mientras, J seguía descargando su cólera contra mi cuerpo y mi mente. Mi madre me llamaba de vez en cuando para asegurarse de que estaba bien, yo no le conté nada de lo que estaba pasando hasta mucho después. En todo ese tiempo yo estuve esperando a que todas las palizas y los insultos fueran pasajeros, los achacaba a su estrés y a mi actitud. Meses y meses pasé esperando a que un día entrara por la puerta blanca de nuestro pequeño piso y se disculpara, me dijera que lo sentía profundamente, que me dijera un “te quiero” que saliera del corazón.
Uno de aquellos días monótonos en los que yo no iba a clase, J llegó a casa y yo fui a recibirlo a la entrada con un abrazo, él me lo devolvió, pero, como todo, fue un gesto hueco, yo sentía esas cosas y me dolían, pero seguía amándole. Cuando nos separamos, no me miró a la cara, sino que siguió hasta nuestra habitación desabrochándose la camisa. Yo le seguí. Al llegar a su lado me agarró la cabeza, yo creía que iba a volver a pegarme, sin embargo, me besó. Cosas como esas, ahora me doy cuenta, eran las que me tenían completamente enganchada a él. Tras aquel beso, pasamos una noche agradable, sin riñas ni golpes. Yo creí que todo había pasado cuando, días después, sin motivo alguno, J volvió a golpearme... Cuando me dejó de nuevo tirada en el suelo sangrando y llorando, me dí cuenta de mi verdadera situación y decidí actuar. Me armé de valor hasta la médula y, un par de días más tarde, mientras J estaba en el trabajo, marqué el 016, el número que salvó mi vida.

Hoy, un año y veintiún días después, 25 de noviembre, las mujeres y hombres del mundo paramos para pensar en estas historias como la mía. Yo conté con el apoyo de mi familia y de mis amigas, a las que recuperé tras separarme de J, pero muchas mujeres sufren solas este gran trance. Después de la llamada recogí mis cosas en una pequeña maleta y salí a toda prisa del piso hacia mi verdadero hogar, junto a mi madre y mi hermano, quienes me apoyaron durante los juicios contra J.
Hoy en día me siento una mujer nueva, confiada y feliz, libre de sombras y miedos. Después de que la justicia terminara con mi historia frente a la violencia de género, reanudé mis estudios en la universidad y conocí a mi compañero de vida, con el que actualmente mantengo una relación sana y feliz,
Todas podemos librarnos de quien nos hace sufrir. Existen salidas. Actúa a tiempo, como lo hice yo. Elige vivir y sonreír cada día.
Mi nombre es Laura Abril, y esta es mi historia.
Sara Oliva Borrero. 4º de ESO

SAFA FUNCADIA