25 de noviembre.
Me levanto de la cama, hoy es el día.
Mientras me abrocho los botones de mi vestido de color morado repaso
mentalmente mi discurso. Hoy hace doce meses y veintiún días que salí de mi
infierno personal...
Todo empezó un 2 de Julio de hace dos años,
cuando le conocí. En el comienzo de nuestra relación, él siempre bromeaba sobre
los celos que sentiría si me viera con otro chico... Nunca pensé que todas esas
bromas encerraran su verdadera intención: controlar cada respiración de mis
pulmones, cada paso que dieran mis pies, cada pensamiento que cruzara mi mente,
cada palabra que saliera de mi boca...
La primera vez que salimos como pareja, él no
me soltó la mano en todo el paseo que dimos por el gran parque que dominaba el
centro de nuestra ciudad. Yo, ilusa, pensé que J estaba tan enamorado de mí que
no podía separar su piel de la mía. Como todas las relaciones, la nuestra
empezó estando llena de sonrisas, tiernos abrazos, palabras amables,
cariñosas... Pero todo esto duró unos pocos días, después, la verdad de su
naturaleza empezó a surgir.
El primer indicio que mi madre notó, según me
ha contado, fue aquella noche calurosa de verano en la que J y yo íbamos al
cine.
—Vamos, date prisa o llegaremos tarde —le
dije a J, quien estaba jugando con mi hermano pequeño. Como no me hizo caso fui
hacia él y le toqué el hombro—. J, la película va a empezar sin nosotros.
Mi madre estaba preparando la cena para ella
y mi hermano y nos miraba desde la cocina. J se giró con lentitud y, con la
misma pasividad me miró de la cabeza a los pies.
— ¿Piensas salir con ese vestido? —preguntó
realmente extrañado. Yo llevaba mi vestido morado de manga francesa con botones
en el pecho que realzaba mi figura y con el que me sentía cómoda conmigo misma.
Yo, con una gran sonrisa, di un giro para lucir mi vestido y le pregunté si no
le gustaba— Me parece que se te ven demasiado las piernas, ¿no crees?
—A mí no me lo parece —intervino mi madre
distraídamente—, yo la veo fantástica. —Añadió al tiempo que miraba
directamente a los ojos a J.
Él se levantó, me cogió de la mano y me llevó
a mi habitación. Una vez allí, con furia, comenzó a desabrocharme los botones
del vestido.
—J, no es el momento. ¿Qué haces? —le decía
yo en voz baja creyendo que sus intenciones eran otras. Él, sin contestarme, me
quitó el vestido, abrió el armario y, revolviéndolo todo, sacó unos vaqueros y
una camiseta negra.
—Ponte eso. Es más apropiado. —Ordenó.
Después de una larga discusión, J se fue de
mi casa con los nudillos blancos de tanto apretar los puños. Yo no tenía ni
idea de lo que se me venía encima. A posteriori, me doy cuenta de que realmente
ese fue el comienzo de mi historia con los malos tratos.
Meses después, J y yo fuimos a vivir juntos a
un pequeño apartamento. Yo estaba muy enamorada de él, hacíamos todo juntos, yo
creía que su sobreprotección era amor, ahora sé que debí haberlo parado antes.
Apenas veía a mis amigas porque J y yo siempre teníamos planes. Poco a poco,
perdí casi todo el contacto con ellas y, al estudiar diferentes carreras,
tampoco las veía cuando iba a clases.
La vida con J en nuestro pequeño apartamento
discurría entre pequeñas discusiones en las que yo, sin verlo realmente,
siempre acababa cediendo. Bajo la influencia de J, a quien parecía no agradarle
mi madre, dejé de ir a visitarla todas las semanas un par de días y pasé a
verla una o dos veces al mes, cuando J tenía un turno de tarde en el trabajo.
Mi vida giraba en torno a él y a sus deseos, sin ser yo consciente de ello.
Un día, mientras discutíamos sobre quién
debía fregar los platos de la cena —una discusión tonta y sin importancia—, J
comenzó a alzar la voz y a insultarme desmesuradamente, me tachaba de ser una
mujer inútil, de no saber ser la mujer de una casa y hacer lo que, según él, me
correspondía. Su actitud machista y sus gritos taladraban mis oídos. Sin darme
cuenta empecé a llorar y a pedirle que parara, a decirle que me hacía daño. J
pareció darse cuenta de que sufría y me abrazó. La pelea terminó ahí. Pero
nuestra historia no.
Todo siguió así, entre peleas y
reconciliaciones, aunque cada vez las riñas eran más fuertes, con más insultos
y más violencia... Hasta que J ya no pudo aguantar más sus manos y descargó su
furia en forma de bofetada contra mi mejilla derecha. Tras esto, J salió del
apartamento, dejándome sentada en el suelo junto a la puerta de nuestro
dormitorio sin poder creer lo que acababa de ocurrir. Volvió a la hora de la
cena, actuando como si nada hubiera ocurrido, sonreía y bromeaba, incluso
pareció no importarle que la cena no estuviera terminada.
Días después volvió a ocurrir, otra pelea que
empezó siendo sobre un tema trivial desembocó en gritos, insultos,
degradaciones y, por último, otra bofetada por parte de su mano izquierda, de
nuevo en la mejilla derecha. Más tarde me daría cuenta de que un pequeño
moratón comenzaba a formarse en mi pómulo.
A pesar de todo, J seguía enamorándome con
sus gestos románticos y su sonrisa perfecta, pero a medida que nuestras peleas
aumentaban, mi vacío interior lo hacía con ellas. Algunos días J simplemente me
ignoraba, no respondía a mis preguntas ni reaccionaba ante mi llanto al ver que
me rechazaba sin yo saber por qué. Otros días se levantaba de buen humor y
hacíamos planes juntos, claro está que éstos siempre los planteaba él y las
compañías eran elegidas por J (si bien casi nunca teníamos compañía de otras
parejas o amigos).
Tras varios meses de riñas y bofetadas, J me
propinó la primera paliza. Patadas y puños me dejaron sin aliento, mas yo
seguía aferrándome a la idea de que él me amaba... Cuan equivocada estaba.
Dejé de ir a clases debido a los cardenales
que adornaban mi cara y mi torso, me olvidaba de llamar a mi madre por
teléfono, de contestar a los mensajes de mis amigas, a veces incluso deseaba
olvidar cómo respirar. Cuando J no estaba en casa, me sentaba en nuestro sofá
blanco y miraba por la ventana, deseando que él volviera y me abrazara, que
consolara el vacío que sentía en el pecho. Yo le amaba como nunca antes había
amado. Por esto me empeñaba en justificar sus actos una y otra vez en mi cabeza
hasta que acababa convenciéndome a mí misma de que su violencia en mi contra se
debía, por ejemplo, a que, tras llegar agotado del trabajo, yo siempre le daba
motivos para que se enfadara y era todo culpa mía.
El tiempo continuaba su avance imparable y,
mientras, J seguía descargando su cólera contra mi cuerpo y mi mente. Mi madre
me llamaba de vez en cuando para asegurarse de que estaba bien, yo no le conté
nada de lo que estaba pasando hasta mucho después. En todo ese tiempo yo estuve
esperando a que todas las palizas y los insultos fueran pasajeros, los achacaba
a su estrés y a mi actitud. Meses y meses pasé esperando a que un día entrara
por la puerta blanca de nuestro pequeño piso y se disculpara, me dijera que lo
sentía profundamente, que me dijera un “te quiero” que saliera del corazón.
Uno de aquellos días monótonos en los que yo
no iba a clase, J llegó a casa y yo fui a recibirlo a la entrada con un abrazo,
él me lo devolvió, pero, como todo, fue un gesto hueco, yo sentía esas cosas y
me dolían, pero seguía amándole. Cuando nos separamos, no me miró a la cara,
sino que siguió hasta nuestra habitación desabrochándose la camisa. Yo le
seguí. Al llegar a su lado me agarró la cabeza, yo creía que iba a volver a pegarme,
sin embargo, me besó. Cosas como esas, ahora me doy cuenta, eran las que me
tenían completamente enganchada a él. Tras aquel beso, pasamos una noche
agradable, sin riñas ni golpes. Yo creí que todo había pasado cuando, días
después, sin motivo alguno, J volvió a golpearme... Cuando me dejó de nuevo
tirada en el suelo sangrando y llorando, me dí cuenta de mi verdadera situación
y decidí actuar. Me armé de valor hasta la médula y, un par de días más tarde,
mientras J estaba en el trabajo, marqué el 016, el número que salvó mi vida.
Hoy, un año y veintiún días después, 25 de noviembre,
las mujeres y hombres del mundo paramos para pensar en estas historias como la
mía. Yo conté con el apoyo de mi familia y de mis amigas, a las que recuperé
tras separarme de J, pero muchas mujeres sufren solas este gran trance. Después
de la llamada recogí mis cosas en una pequeña maleta y salí a toda prisa del
piso hacia mi verdadero hogar, junto a mi madre y mi hermano, quienes me
apoyaron durante los juicios contra J.
Hoy en día me siento una mujer nueva,
confiada y feliz, libre de sombras y miedos. Después de que la justicia
terminara con mi historia frente a la violencia de género, reanudé mis estudios
en la universidad y conocí a mi compañero de vida, con el que actualmente
mantengo una relación sana y feliz,
Todas podemos librarnos de quien nos hace
sufrir. Existen salidas. Actúa a tiempo, como lo hice yo. Elige vivir y sonreír
cada día.
Mi nombre es Laura Abril, y esta es mi
historia.
Sara Oliva Borrero. 4º de ESO
SAFA FUNCADIA
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