martes, 26 de febrero de 2019

CUADRO DE COSTUMBRES


Entierro mis pies. La arena es cómoda y blanda. Resulta agradable introducir los pies en ella, pero en pocos segundos te das cuenta de que el sol no es piadoso y tus pies empiezan a parecer dos pechugas a fuego lento encima de una parrilla; ahí es cuando con tus chanclas en una mano y la sombrilla en la otra, comienza el sprint hacia la zona húmeda. Sean bienvenidos a la playa.

Miro a los lados, un gran depósito de sedimentos que varía entre arena y fango se extiende a lo ancho. Al fondo, una gran masa de agua intenta apoderarse de la playa. La marea, que con ayuda del viento empujando sus olas, no perdona ni una sola franja de arena seca sin ser rociada de su furia y afán por conquistar la orilla.

En pleno frente de batalla, un par de hermanos de escasa edad construyen una fortaleza compuesta de murallas y castillos ayudados de sus moldes y palas, desafiando a las mismísimas fuerzas de la naturaleza que lamentablemente les doblaban en tamaño. 

Por otro lado, con sus toallas y gafas de sol, se sientan estratégicamente un grupo de jóvenes para observar descaradamente a una mujer en toples, y a unas chicas jóvenes con bikinis ajustados jugando a vóley. Siempre desde el ángulo idóneo y preciso, donde nadie pueda percibir como fantasean eróticamente con todas ellas dada la escasa madurez mental.

- ¡Medusaaa! - se escucha un grito aterrador. La gente se aparta corriendo como si de un tiburón blanco se tratara; hasta que el propio socorrista, sin miedo a la muerte, extrae del agua una bolsa transparente bastante inofensiva, a decir verdad.

En la parte honda, una aglomeración de surfistas rubios, dotados de espaldas kilométricas y brazos como molletes, inician, raudos y veloces, una trepidante carrera por conseguir cazar una de las colosales olas que se avecinaban por el horizonte.

Por último, algo más lejos de aquella masacre, donde el agua se vuelve prácticamente espejo, se puede divisar un anciano flotando plácidamente sin casi poder distinguir entre si aún sigue vivo o ha sucumbido en el agua, debido a la misma postura de Cristo que lleva manteniendo cerca de treinta minutos; ahí te cuestionas si lanzarte a salvarlo, si aún cabe la posibilidad, o dejarle pacífico en lo que sea que hace.

Ya entonces, clavo la sombrilla, dejo caer la toalla; y en esa fracción de segundo en el que el paño cae lentamente planeando sobre el suelo, contemplo cómo un dulce excremento canino se imprime con picardía en la tela.

Incrédulo, cierro los ojos tan fuerte como puedo y me imagino solo, en una de esas playas desiertas, en una diferente.
Miguel Quiroga


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